¿Quién soy? ¿De dónde vengo? ¿Qué sentido tiene mi vida?

La pregunta acerca de nuestro misterio es un interrogante existencial arraigado en el corazón de todo hombre. Atravesando distintas etapas de desarrollo, la persona intenta descubrir el misterio de sí mismo explorando distintas respuestas en las que se juegan el sentido de la vida y la felicidad. Estas preguntas que se formulan en lo más hondo de nuestro corazón están presentes en cada situación, en cada nueva experiencia.

Nuestra respuesta se manifiesta en la manera en que acogemos la realidad; cuando somos capaces de vivir la vida tal como se presenta descubrimos que, no importa cuál sea la situación, la vida misma, nuestra vida, es la única posibilidad que tenemos para entrar en comunión con la Vida; si aprendemos a percibir su misterio, a escuchar su Palabra y a contemplar su Presencia en medio de lo cotidiano podemos entrar en verdadera comunión con Él, y así, presentes a Su Presencia, nada ni nadie nos podrá separar de su Amor. Sólo entonces descubrimos que la causa de nuestra felicidad es nuestra identificación con Cristo; mientras que la causa de nuestra infelicidad es cualquier otra identificación.

Cuando nos identificamos con las distintas situaciones que vamos viviendo y nuestra satisfacción depende de ellas, vivimos temerosos, expectantes e inseguros. Tendemos a condicionar la realidad de acuerdo a nuestros planes y por lo tanto la despojamos de su originalidad. Esta actitud se vuelve en contra nuestra ya que no dejamos que la misma realidad nos ponga en comunión con la Vida nueva que trae. Es un hecho de la vida humana que la realidad que viene a nosotros cada día es un don que no nos pertenece; no podemos manipularla a nuestro antojo; el desafío es abrirnos a recibirla como un regalo y a vivirla en la confianza de los hijos de Dios. Cada situación es diferente a la anterior. Cada momento presente nos interroga y nos invita a dar una nueva respuesta. Para eso es necesario detenernos, y tomar la distancia necesaria para escuchar la pregunta intrínseca de cada situación. Es todo un arte que exige el camino al corazón. Cuando no lo hacemos, la nueva vivencia se acomoda en los patrones de otras vividas que ya están almacenadas en los registros de nuestra memoria y que sin darnos cuenta nos hacen reaccionar siempre en forma similar. Es así como nuestra vida va convirtiéndose en una sucesión de actos repetitivos y mecánicos, donde nos hacemos diestros en predecir lo que vendrá de acuerdo a experiencias pasadas, a pensamientos rígidos que actúan a modo de prejuicios, o a sentimientos que nos amenazan de tal manera que los mantenemos encarcelados en las cavernas de nuestras entrañas. Esta manera de pararnos frente a la vida ocupa mucho lugar en nosotros y ejerce tal poder que, sin darnos cuenta, somete bajo su yugo a toda nueva vivencia privándolas de su novedad y de su frescura.

En el camino al corazón es necesario incorporar la pregunta. La vida se nos presenta interrogándonos, confrontándonos, invitándonos, proponiéndonos. Aprender a vivir es aprender a recibir cada situación preñada de sus múltiples preguntas que nos ayudan a despertar, a tomar conciencia, y saber alejarnos de la realidad la distancia necesaria para mirar, escuchar, discernir y elegir la mejor manera de situarnos en ella. La pregunta despliega el desarrollo del ser a profundidades cada vez mayores e insospechadas, guiándonos en el camino de conocimiento de nosotros mismos. Estar abiertos a ellas, es estar abiertos a Dios. Sólo es necesario formularlas y dejarlas en nuestro interior sin necesidad de buscar las respuestas exactas que nos darían el control de la situación. Las respuestas se van encontrando a su tiempo, progresivamente, y en el “mientras tanto” las preguntas nos ayudan a mantener el paso hacia adentro, con la mente despierta y el corazón humilde, y a caminar en la certeza de que sólo en Dios encontraremos la respuesta definitiva.