El pasado 3 de octubre, se realizó un Homenaje al Dr. Carlos Robles Gorriti, al cumplirse este año el 10º aniversario de su fallecimiento. El reconocimiento tuvo lugar en el Hospital Italiano, donde él inició el posgrado en psiquiatría infanto-juvenil y desde donde formó a varias generaciones de médicos psiquiatras.
La comunidad del CESM adhirió a este homenaje con una enorme gratitud. Carlos conoció el Centro siendo agnóstico y progresivamente fue entrando en contacto con Jesucristo hasta que finalmente se convirtió. El supo acompañar el crecimiento del Centro y del carisma del SEA. En 1990, Carlos Robles Gorriti creó junto con Inés O. de Lanús, el departamento de Psicologia y Espiritualidad del CESM, y en 1993, ambos fundaron el Curso de Acompañamiento Espiritual (CAE) que actualmente cuenta con más de 500 alumnos en curso.
Compartimos también la carta que Carlos escribió relatando su conversión.
Relato breve de mi conversión
Por Carlos Robles Gorriti
“Tarde te amé. Tú estabas dentro de mí, pero yo andaba fuera de mí mismo,
y allá afuera te andaba buscando… Pero tú me llamaste, y más tarde me
gritaste, hasta romper finalmente mi sordera. Con tu fulgor espléndido
pusiste en fuga mi ceguera…” (Confesiones de San Agustín, Libro 10 Cap.27)
Es muy difícil, si no imposible, transmitir en palabras experiencias espirituales tan íntimas, tan profundas, que se transforman ellas mismas en inefables. De cualquier manera trataré, venciendo una natural timidez y algo de pudor, de contar el largo proceso de mi conversión.
Hace pocos años, frisaba yo los 65, cuando me disponía a entrar en lo que consideraba en ese momento “la recta final” de mi vida, cuando el “destino” me sacudió dando un vuelco total a la vida plena y feliz que yo creía estar viviendo.
Desde el afuera todo parecía mostrar una vida exitosa y tal vez, para muchos, envidiable: una situación económica fluida y sin apremios, una familia unida y sana, casado con una mujer leal y comprometida que me había acompañado a lo largo de casi cuarenta años de matrimonio, rodeado por cinco hijos ya mayores y bien encaminados en la vida, y como si esto fuera poco, cuatro nietos sanos y vivarachos rodeaban el hogar.
Tenía el corazón dispuesto y la conciencia tranquila por haber cumplido una vida moral y” armoniosa rodeado por el afecto y el respeto de pacientes, colegas y amigos. Omití decir que soy médico y que practico la profesión como psiquiatra de niños y adultos, además de ser psicoanalista; especialidad que obtuve en los Estados Unidos, donde vivimos durante diecisiete años.
Mi profesión me había permitido bucear profundamente en mi inconsciente y conocía, o mejor dicho creía conocer, los últimos recovecos de mi mente, pero sin saberlo, tenía un enorme vacío en mi alma que aparentemente nunca lo había advertido: no creía en Dios.
¿Cómo se manifestaba este vacío? Una falta sutil del sentido de la vida, una carencia de “felicidad plena, la incapacidad de emocionarme con la naturaleza, el no percibir la alegría de vivir, el no mirar al “otro” en paz gozando de la contemplación, el sentirme inundado de afecto y amor hacia los demás y al mismo tiempo, la incapacidad de poder darlo. Era mantener mi interior, mi mundo íntimo encerrado en una fortaleza inexpugnable que no permitía el acceso a los demás y sobretodo, la falta de esperanza, esperanza en el más allá, y con esto la falta de trascendencia.
Crecí como católico en una familia no muy creyente, y en los primeros años de mi adolescencia fui secretario de la Acción Católica del Centro Catedral. Al promediar la adolescencia y formando parte de la crisis tan típica de esta edad, renegué de Dios y me alejé de la Iglesia; una Iglesia que consideraba rígida, falsa, persecutoria y alejada de la realidad de nuestra sociedad. Sin embargo, a pesar de estar alejado de ella, mi vida se siguió rigiendo básicamente por los preceptos morales cristianos.
Baste esta apretada síntesis como antecedente. En lo que sigue trataré de dar testimonio del proceso de mi conversión que, sin milagros o hechos llamativos, me llevó felizmente de vuelta al seno de la Iglesia. Dicho proceso duró aproximadamente 2 años empezando de una manera tal vez ecuménica.
Por una inquietud intelectual inicié un curso de religiones comparadas; quien desarrolla el judaísmo es el rabino reformista Rubén Nisenbohm. Hombre culto, cálido, profundamente religioso y con una inquebrantable fe en Dios. Y fue esa fe la que me conmovió hasta lo más profundo haciéndome tomar conciencia, aun en forma vaga, del fenómeno de la otroriedad, es decir de la presencia de lo divino en la existencia humana. Pude entonces aceptar todo esto a nivel intelectual, algo que hasta el momento, por valorar en demasía lo racional e intelectual, sólo permitía a las cosas que podían demostrarse científicamente.
Sin saberlo, la transformación había empezado…
Fue entonces que por amigos comunes, la Directora del Centro de Espiritualidad Santa María, Sra. Inés O. De Lanús, se acerca a mí para que la asesore en los aspectos psicológicos de su tarea. Ante mi aseveración de ser agnóstico, me respondió que conocía mi trayectoria profesional, y que confiaba en mis conocimientos y en mi integridad moral. De esa manera empiezo a concurrir al Centro.
Desde el principio me impresionó la alegría, felicidad y entrega total de todos los que allí trabajaban como en una gran fraternidad… A través de esta tarea y de frecuentes reuniones, nace una profundísima amistad y a la vez admiración, por esta persona tan dedicada a Dios, de una inconmovible fe y alegría de vivir, con una entrega total al que se le acerca y con una inteligencia y percepción poco común. Por su intermedio, lentamente, voy logrando un acercamiento progresivo a la presencia de Dios. Pienso que no podría haber llegado a esta concientización por medio de un proceso intelectual, ya que todas mis resistencias y defensas eran precisamente en ese campo, y así el único camino era a través del afecto y el respeto espiritual por una mujer totalmente entregada a su misión, con una fe casi perceptible a nivel de piel.
El que haya sido una mujer la que me guió en este camino pareció, en ese momento, totalmente casual. Tiempo más tarde, en uno de los retiros de oración contemplativa que Inés dirige, surgió claramente como, en todos los momentos claves de mi vida, había habido una “María”. Ahora también, simbólicamente, la Virgen María estaba presente y parecía llevarme de la mano al Señor.
En nuestras conversaciones, Inés me va recomendando una serie de lecturas elegidas cuidadosamente por ella. Una de las primeras fue Confesiones, de San Agustín. Decir que su lectura me emocionó profundamente es poco decir. Pronto me identifiqué con este hombre intelectual, agnóstico que en una feroz lucha interna puede superar su dificultad de creer, y finalmente oye la voz de Dios. Casi en mi inconsciente me oía a mí mismo preguntarme: Si este hombre admirable pudo, ¿por qué yo no?
Junto a San Agustín empiezo a leer a un jesuita gran amigo de Inés radicado en Alemania a quien iba a tener el enorme placer de conocer poco después.
Su libro Cambios en la Fe describe tres estadios en el desarrollo de la fe que me ayudaron enormemente a distinguir las manifestaciones primitivas de la misma, que yo siempre había rechazado, de las manifestaciones maduras con las que yo me sentía más cómodo. Comenzaba entonces a aceptar que era posible tener fe de esta manera.
A estos les siguió La música Callada del jesuita Wm. Johnson, en el que describe la influencia de la meditación en el cerebro (estuvo muchos años viviendo en China) y el porqué de la oración contemplativa. Esto me ayudó a entender el proceso de la oración y comprender la manera de orar de Inés. Así me di cuenta que ésta sería la forma, mi forma de intentar acercarme a Dios, dado que el estilo clásico de orar no me atraía. Simultáneamente a mis lecturas, comencé a acompañar con frecuencia a Inés a la capilla del centro, un ámbito simple y acogedor con una cálida imagen de la Virgen de Vladimir. Allí leíamos algún pasaje de la Biblia que ella escogía y luego lo conversábamos; así empecé a escuchar la voz de Dios.
Por ese entonces vino de Alemania en breve visita el padre F. Jalics, huésped de Inés y cuyo libro yo había leído. A través de ella tenemos una larga y fraternal charla. Me impresionó como un hombre serio, cálido, con ideas amplias y profundas y gran conocedor del alma humana. Recuerdo particularmente sus comentarios sobre la presencia de Dios en toda la naturaleza y fundamentalmente en el interior de uno mismo, y que todo lo que sucede y precisamente así en como sucede, está dado el mejor camino para encontrar a Dios. Respondió gustoso a todas mis preguntas e inquietudes, sobre todo lo que se refería a la resurrección, que por entonces era lo que más me intrigaba, y que finalmente pude aceptar homologándola al concepto de la energía que puede seguir a pesar de que su fuente se haya terminado, como en el caso de las estrellas.
Ese verano visité el Perito Moreno. Al enfrentarme a ese enorme glaciar, a la pureza cristalina de sus hielos milenarios y la increíble belleza del lugar, sentí por primera vez, emocionado, la presencia de Dios. Sentí intensamente lo que Jalics me había dicho sobre la presencia divina en la naturaleza; el profundo silencio, tan solo roto por desprendimientos aislados, me sobrecogía hasta las lágrimas. Fue un intenso momento espiritual, una verdadera experiencia religiosa en mi proceso de conversión. Más tarde, ese mismo verano, en una playa aislada como es José Ignacio, profundicé en una serie de textos escogidos por Inés. Así desfilaron nuevamente las Confesiones y La música callada, y del mismo autor El ojo interior del amor y El ciervo vulnerado; además, por cierto, de los Evangelios.
Tuve luego dos vivencias muy intensas que me acercaron definitivamente a Dios. Un mediodía después de decir gracias al Señor en uno de los frecuentes almuerzos que tenía con Inés en el Centro, ella me comenta que había notado que al persignarme, expresaba con cierta dificultad en el nombre del Padre. Este simple comentario que aún podría haber parecido trivial, produjo una intensa reacción emocional con llanto y gran congoja. Estaba sintiendo el vacío que dejó la muerte de mi padre tempranamente en mi infancia; ahora sentía el abandono, la frustración y el enojo que había provocado su ida. Esta avalancha de sentimientos fue acompañada de recuerdos de aquel momento. Desde la muerte de mi padre cuando tenía casi siete años, no había sentido y llorado su ausencia con tanta intensidad. Estos sentimientos de soledad y tristeza por su abandono habían quedado sepultados en lo más profundo de mi mente a lo largo de tantos años. Debo decir y no sin cierta sorpresa que en mi tratamiento analítico realizado años atrás, la figura de mi padre, los recuerdos y su muerte habían sido, creía yo, totalmente esclarecidos. En aquella época nunca se relacionó mis sentimientos por el abandono de mi padre con el Dios Padre. Sin embargo todo el rechazo de Dios en la adolescencia así como mi dificultad actual para relacionarme con El tenían la misma raíz en el inconsciente: enojo y rechazo al padre por el abandono. Pienso que nuestra visión de Dios y la experiencia religiosa tienen relación y están muy influidas por nuestra experiencia con nuestros padres biológicos. Al tener ahora como adulto esta vivencia emocional tan intensa (catarsis) de mis sentimientos infantiles, pude sentirlos y valorarlos en su real contexto y quedar en paz con mi padre y sanar mi relación con Dios Padre. Desde ese momento mi boca y mi corazón pudieron repetir nuevamente, después de largos años: ¡Padre! ¡Padre Bueno! Al remover esa traba se facilitó enormemente mi camino de encuentro a través de la oración contemplativa.
Bastante avanzado en este proceso tuve mi segunda experiencia. Durante un período de varias semanas de duración me sentí embargado por una profunda tristeza, desinterés por el mundo que me rodeaba y la sensación de muerte inminente. Además tenía una sensación corporal de opresión, como de estar adentro de un largo y oscuro túnel donde lejos, muy lejos, brillaba una lucecita. Es muy difícil tratar de evocar estas sensaciones, pero lo cierto es que cada día cuando conducía de regreso a mi casa y entraba a la Panamericana, presentía con mucha angustia que iba a morir antes de llegar. Y esto, día tras día… Mi grado de ensimismamiento era tal, que mi familia empezaba a preocuparse, y yo sentía un grado de angustia creciente al no pode comprender el significado de lo que estaba viviendo. Era mi noche triste… Conversando con Inés que para entonces se había transformado en mi acompañante espiritual, y releyendo El Ciervo vulnerado pudimos discernir lo que me estaba pasando. Dice Johnson en ese libro: Dios está presente en todas estas penas. Está más cerca en tiempo de desolación que en tiempo de consuelo. De ahí el consejo concreto: Quedaos en la oscuridad. Pasadla. No huyáis. Y a través de todo esto iréis creciendo desde la infancia hacia la madurez, porque vuestras facultades se ensancharán haciendoos cada vez más capaces de recibir esas sublimes comunicaciones que vienen de la oscuridad de Dios. Todo esto es la noche de los sentidos. (pág 52). Estas experiencias, pudimos discernir, estaban relacionadas con la muerte del hombre viejo y la aparición del hombre nuevo en Cristo. Estas sensaciones con su angustia desaparecieron y quedé con una paz interior única, nueva.
Entonces tomé la decisión final: me confesaría y recibiría la eucaristía y me incorporaría a la Iglesia.
Aquí nuevamente, para el que quiere verlos, aparecen otros signos relacionados con esta conversión.
Inés nos ofrece guiarnos en un desierto a mi mujer y a mí el día antes de la reconciliación. Así lo hacemos, y cuando terminamos, a las cinco y veinte de la tarde, me ofrece la Biblia y la abro al azar en la parábola del hijo pródigo. ¡Era como que el Padre Bueno me recibía con los brazos abiertos! Precisamente a esa hora mi hija estaba dando a luz un nieto, un nuevo nieto (nosotros no sabíamos que se había internado esa tarde). ¡Una nueva vida que me acompañaba en mi nuevo camino! La misa fue íntima, en el Centro, y con profunda emoción recibí la eucaristía acompañado por mi mujer e Inés. Lo que sentí en ese momento está bien dicho en un párrafo del libro de Johnson: Este sentido de la presencia de Dios aporta una gran convicción. Ahora no necesito pruebas de que Dios existe. No puedo negarlo; no puedo negar mi propia experiencia; porque esa experiencia se acredita por sí misma. Por supuesto mi experiencia es subjetiva. Quiere esto decir que es para mí solo. No puedo probar la presencia de Dios a ningún otro. Todo lo que puedo hacer es dar testimonio de lo que me ha ocurrido. (pág. 42).
Quiero agregar que después de un primer retiro de silencio (oración contemplativa) de una semana de duración, mis sentimientos de cercanía al Señor fueron consolidados aún más. Este tipo de oración me permite integrar de una manera muy armónica fe, vida y oración.
Para terminar qué mejor que el Magnificat (Lucas 1,46): Mi alma canta la grandeza del Señor y mi espíritu se estremece de gozo en Dios, mi salvador, porque él miró con bondad la pequeñez de su servidora. En adelante todas las generaciones me llamarán feliz…