Las etapas del duelo
Aceptar el dolor
Cuando el dolor hace su aparición en la vida y decidimos aceptarlo, recorremos un proceso con etapas muy marcadas que expresan los diferentes momentos que atraviesa nuestro corazón humano para integrar y asumir lo que duele.
Para poder aceptar el dolor, necesitamos que éste sea atravesado, tal como la lanza atravesó el corazón de Jesús clavado en la cruz. Es el anuncio profético del anciano Simeón a María cuando presentan al Niño en el Templo de Jerusalén: Este niño será signo de contradicción, y a ti misma una espada te atravesará el corazón. (Lc 2 4-35).
El dolor atravesado nos hiere y, sin embargo, nos abre una puerta, nos libera de quedarnos encerrados y atrapados en el sufrimiento que nos provoca.
Jesús asumió el dolor de toda la humanidad y, de su corazón traspasado, nació una nueva humanidad. María asumió el dolor que le tocaba por ser la madre de Jesús y su corazón se hizo puerta siempre abierta entre la tierra y el cielo.
Mientras no aceptamos el dolor, éste se yergue como una piedra enorme que obstaculiza el camino, como un dique que frena el fluir de las aguas. Algo queda detenido… nos quedarnos así parados…, y nuestra vida lentamente se va paralizando: algo empieza a morir, aunque permanezcamos vivos.
O nos disponemos a vivir muertos o nos decidimos a “hacer algo”; el dolor desafía nuestras ganas de vivir, y nos urge salir de la parálisis para comenzar a caminar, atravesando las sucesivas y universales etapas del dolor humano[1].
¿Cómo hacerlo? ¿Cuáles son sus etapas? ¿Cómo empezar este proceso?
1
Negación
2
Enojo y protesta
3
Negociación
4
Depresión y tristeza
5: Aceptación
Una primera etapa es la negación, en la que se activa un mecanismo de defensa que nos protege de la enormidad de lo que estamos viviendo y nos permite darnos cuenta, lentamente, a nuestro ritmo, de la verdad que nos causa tanto dolor. La negación se expresa y actúa de diferentes maneras: negando todo o parte de lo que sucede, anestesiando los sentimientos que provoca el dolor, olvidándonos de lo que nos pasa o viviendo como si nada pasara.
La negación, en un primer momento, “diluye” el dolor; nos ayuda a aproximarnos a lo que duele sin morirnos. Nos deja detenidos, enmudecidos, sin capacidad de reacción, paralizados por el dolor; o nos vuelve intensamente activos, ya que el estar haciendo algo, organizando, yendo de un lado a otro, nos permite “distraernos” de lo que nos está pasando.
Muchas veces, en esta etapa, usamos a Dios para justificar el dolor que estamos viviendo: Dios lo quiso, fue su voluntad… Por algo habrá sido… Interpretamos equívocamente el misterio de la Providencia divina, sin asumir el misterio del dolor en la vida humana, al cual el amor redentor de Jesucristo ha dado un nuevo significado.
En el camino de aceptación, tenemos que seguir avanzando, animándonos a mirar las cosas como son. Las personas que no se animan a continuar con el proceso, quedan estancadas en la negación, y pueden “acostumbrarse” a este estado y seguir viviendo así, sin hacerse cargo y sin poder hacer el duelo. Son personas que aparentan serenidad pero no conocen la plenitud de la calma. En el fondo de ellas están enojadas. Son como volcanes que están vivos pero no han entrado en erupción. Aunque lo neguemos, el dolor sigue estando y consume un enorme caudal de nuestra energía vital mientras impedimos que se despliegue con toda su fuerza.
Cuando nos quedamos en la negación, sin animarnos a asumir el dolor, parte de nosotros queda paralizada o muerta.
En una segunda etapa surge el enojo y la protesta. Comenzamos a aceptar la realidad y nos indignamos y nos rebelamos: ¿Por qué a mí? ¿Por qué yo? ¿Por qué me tuvo que pasar? La expresión de la rabia es un paso importante en el camino que atraviesa el dolor. Mientras nos aproximamos a lo que más nos duele, reaccionamos enojados. Es un mecanismo natural de defensa. El enojo es como un termómetro que nos señala la proximidad y la intensidad del dolor. Cuanto más grande el dolor, más grandes son nuestras defensas y más intensas nuestras reacciones.
Por eso cuando algo nos enoja, es sabio desviar la mirada de lo que nos provoca el enojo y preguntarnos acerca de lo que nos duele. El dolor está detrás del enojo, defendido, arrinconado, y nos da mucho miedo avanzar hacia allí. Es el miedo natural e inconsciente a sufrir, a ser aniquilados por tanto dolor.
El enojo nos lleva a protestar y a reclamar. Esta protesta a veces alcanza niveles desproporcionados. Nos quejamos por todo y contra todos; también contra Dios.
Estamos enojados con la vida por lo que nos pasa, y el enojo se expresa en la protesta y la queja sin fin.
Cuando el enojo se vuelve contra nosotros mismos, surge la culpa: Yo merecía esto que me pasó. Yo tuve la culpa… Dios me castigó. En estos momentos, lo que menos necesitamos es escuchar de otros las frases que nos proponen resignarnos ante el dolor sin haberlo asumido: “Dios sabe”, “por algo será”, “algo habrá hecho”, “hay que aceptar su voluntad”. Son frases que nos rebelan. Nos negamos a aceptar que un Dios bueno pueda querer algo así. ¡¿De qué Dios están hablando?! Por eso, o nos alejamos de ese dios sádico que pareciera que le gusta ver sufrir a sus hijos, o de un dios vengador que toma represalias o de un dios injusto o ausente.
Es una etapa muy difícil de atravesar sin Dios. Las personas que nos aman y acompañan en estos momentos pueden convertirse en testigos silenciosos del Amor. El dolor nos desafía a encontrarnos con el Dios verdadero y a decir ante toda imagen falsa de Dios: ¡No! ¡Basta!
Dios es infinitamente bueno y todas sus obras son buenas[1]. Él no es de ninguna manera, ni directa ni indirectamente, la causa del mal moral. Dios no quiere tampoco la muerte temprana de un niño, Dios no provoca las enfermedades ni desata las tempestades. Estas son consecuencias de nuestro propio desorden provocado por el pecado. Dios está con nosotros y sufre con nosotros. Tanto nos ama que Él mismo se encarnó y vino a la tierra para asumir este dolor y darle otro sentido. Nosotros somos sus hijos e hijas; sus hermanas y hermanos; sus discípulas y sus discípulos, y nos atrevemos a desahogar, como podemos, nuestro dolor en su amor.
¡Qué bueno es animarnos a protestar ante Dios! Podemos gritarle nuestra bronca y nuestra frustración; increparlo para que despierte y haga algo…, para que ordene a las olas y a las tempestades que se calmen. Él está con nosotros y es el único capaz de transformar nuestro dolor en vida.
Si nos quedamos detenidos en esta etapa, seremos quejosos eternos, y envejeceremos gruñendo, sin aprender a vivir por no haber dejado que el dolor siguiera su curso. Si no aprendemos a desahogarnos, dirigiremos esa rabia e insatisfacción contra nosotros mismos y contra todos los que nos rodean.
[1]. Cf. CEC 385.