
Cerrarnos al perdón es negarnos a vivir la vida en su realidad más profunda, es anteponer nuestra herida al don de la vida.
Es necesario recibir el perdón y perdonar a las personas que nos han herido y lastimado, para empezar a vivir de verdad.
Al tomar contacto con nuestras heridas, seguramente aparecen sentimientos de enojo y de rabia contra las personas que nos hicieron mal, contra aquellos a los que hacemos responsables del mal que se presentó en nuestra vida. También podemos enojarnos contra nosotros mismos, con nuestra incapacidad de defendernos y oponernos con firmeza al mal que nos infligían.
En este punto nos hallamos parados frente a una encrucijada: o nos disponemos a perdonar el mal que nos hicieron –entregándoselo a Jesús para que Él transforme esas heridas en dones para mí y para los demás- o nos quedamos enroscados en el enojo, en el odio y el resentimiento, que es una enfermedad terminal que lo aniquila todo; o perdonamos y sacamos de nosotros el mal que nos hirió, arrojándoselo a los cerdos o nos despeñamos nosotros mismos por el acantilado que conduce a la muerte.
¿Qué queremos hacer? ¿Estamos dispuestos a perdonar y a rendir nuestras legiones frente al poder del amor? ¿Estamos dispuestos a caer de rodillas frente al Señor para suplicarle que arranque de nosotros el mal y lo arroje afuera, de manera que nos deje de dañar y lastimar a las personas que amamos?
¡Qué difícil! Porque perdonar cuesta mucho. Y más aún cuando es muy grande el mal que nos lastimó. Pero podemos ir caminando de la mano de Jesús por el camino del perdón que conduce a la sanación definitiva. Puedo preguntarme: ¿quiero perdonar? Mi respuesta puede ser: sí, quiero… pero no puedo; o no, no quiero… pero quisiera querer…; o sí, quiero, pero no sé por dónde empezar, porque todo en mi cuerpo y en mis sentimientos me habla de rencor y venganza.
El perdón es una capacidad que reside en lo profundo del corazón. No depende de ninguno de nuestros espacios que a veces se encuentran impedidos de perdonar. El perdón está más allá de lo que yo pienso, siento en mi cuerpo y en mis emociones, soy capaz de poner en pensamientos, palabras u obras. Es más, algunas veces toda mi realidad humana puede presentarse en contra de mi deseo profundo de perdonar: pienso que no es justo… pero igual perdono; siento que no quiero hacerlo… pero igual perdono; digo palabras que suenan rencorosas… pero igual perdono; mis actos tienden al mal… pero igual perdono. Porque el perdón se encuentra en lo profundo del corazón, allí donde reside el Señor, que es quien nos perdona y nos invita a vivir reconciliados con nosotros mismos, con los demás y con
toda la creación. Hacia allí tenemos que caminar si queremos encontrar el perdón que Dios nos da, para que seamos capaces de perdonarnos entre nosotros.
Mientras haya algo o alguien en nuestra vida a quien no podamos perdonar y abrazar, vamos a tener tarea pendiente, trabajo por hacer, camino por andar. Podemos poner nuestra mirada en el Señor y presentarle esta incapacidad. Escuchar su voz poderosa y llena de amor que nos pregunta una y otra vez: ¿Qué quieres que haga por ti? Y responder con fe y convicción, suplicándole: Señor, yo quiero perdonar… quiero perdonar y todavía no puedo.
Mientras vamos caminando al encuentro con el perdón, tenemos que aprender a convivir con la tensión de las experiencias encontradas: con el resentimiento que surge en nuestro interior como respuesta a las heridas, pero sin dejarnos llevar por el rencor o el resentimiento; con los sentimientos negativos que nos impulsan a actuar mal, y con nuestra decisión de actuar desde el amor. Paulatinamente, el Señor irá purificando
nuestros corazones, asemejándolos al suyo, transformando el mal que nos hicieron en puertas abiertas para el don del perdón.
Tenemos que seguir caminando a nuestros propios corazones. El encuentro con el amor de Dios que habita en lo profundo de lo que somos, es la experiencia más transformadora y sanadora que podemos experimentar. A medida que nos acercamos al amor de Dios, todos nuestros espacios se van transformando en lugares de perdón, y vamos experimentando la profundidad de su amor, que ama nuestra pobreza y nuestro pecado con un amor misericordioso. El amor de Dios nos reconcilia y nos unifica, haciéndonos capaces de amar, no ya desde nuestro pequeño amor propio que sigue reclamando por lo que no me dieron o por lo que me hicieron; ni de nuestra capacidad de amar, que sigue sujeta a la medida de lo que
puedo o no puedo; sino desde el amor del mismo Dios que nos ama sin medida y sin condiciones.
Extraído del libro «¿Qué quieres que haga por ti?» – Inés Ordoñez de Lanús. Ed. Camino al Corazón.
Imagen: Freepik.es