Desafío 2020: La invitación es a Despojarnos y llenarnos de vida

Por Anita Respaldiza 

En este año se nos invita a navegar mar adentro y adentrarnos en un nuevo umbral en torno a los encuentros de Jesús con Pedro. Es una invitación a despojarnos para una vida en abundancia. 

Pedro fue elegido por el Señor para iniciar un camino. Contemplando su vida podemos ver cómo Jesús lo fue invitando, acompañando y encaminando de etapa en etapa y cómo Pedro se dejó acompañar y conducir 

Pedro es para nosotros un caminante; un ícono del Camino al Corazón.

Antes de adentrarnos en un nuevo umbral, se nos invita a navegar mar adentro en nuestra vida y en nuestra historia para decidirnos, como Pedro lo hizo, por el seguimiento a Jesús. Para eso también nosotros debemos, despertarnos y animarnos a ver cómo está siendo nuestro proceso de integración.

Una gran decisión

Lc 5,1-11

Para iniciar el Camino al Corazón, es necesario tomar una gran decisión como lo hizo Pedro a orillas del Mar de Galilea. Por lo general, son decisiones que surgen empujadas por las preguntas existenciales acerca del sentido de la vida o por los grandes anhelos de nuestro corazón. También puede ser una decisión motivada por momentos de búsqueda o por situaciones especiales de la vida, en las que el dolor o el gozo nos sacuden con fuerza. O pueden ser decisiones que surgen como respuesta a la invitación de Jesús que nos llega desde las honduras de nuestro propio corazón

En el Camino al Corazón, después de nuestra decisión de comenzar un camino de interioridad, vamos despertando a la vida en todas sus dimensiones: avanzamos derribando murallas inexpugnables entre cada uno de los espacios y entre el adentro y el afuera. A medida que despertamos, se desbloquean energías y se iluminan oscuridades que nos permiten conocer otras facetas de nosotros mismos y seguir avanzando en el camino. Ahora comenzamos a conocernos en las dimensiones de nuestra realidad humana-espiritual. En este camino es indispensable el silencio que nos permite escuchar y acoger la verdad más honda de quiénes somos

Adentro de nosotros mismos descubrimos nuestra vocación y nuestra misión en la vida, que es confirmada por la presencia de Jesús que nos dice, como a Pedro, quiénes somos y a qué estamos llamados. Podemos exclamar con alegría: ¡Soy yo, estoy aquí y quiero amar.

Después de que Pedro recibe a Jesús en su barca, navega mar adentro, echa sus redes al mar, descubre la sobreabundancia de su gracia y comienza su camino de seguimiento y su proceso de integración.

En el camino de la integración

Mt. 14,22-33

Este texto es muy lindo para meditar en el camino de nuestra integración. Porque creemos en Jesús y en todo lo que Él nos promete… pero a veces no tanto, o necesitamos certezas que nos ayuden a seguir creyendo. Creemos cuando las cosas son claras y evidentes, cuando los sentimientos nos acompañan o cuando Dios hace más o menos lo que nosotros esperamos que haga. Pero nos cuesta creer cuando no entendemos, cuando no tenemos sentimientos que acompañan nuestra decisión de fe, o cuando nos parece que Dios debiera hacer otra cosa, más acorde con lo que a nosotros nos parece adecuado. En el camino de la integración, una y otra vez somos invitados a integrar nuestra fe a cada uno de los espacios de nuestra realidad, de manera que toda nuestra vida quede iluminada por la fe, y se haga oración. Es el tiempo de integrar la fe, la vida y la oración a los cinco espacios de nuestra realidad humana y aprender a vivir con la mirada fija en Jesús

La oración contemplativa es el ejercicio de dejar la mirada fija en Jesús. Aunque no entienda, aunque no sienta, aunque no le encuentre sentido: creo, quiero y confío, Señor, que estás aquí conmigo y en mí, y en ti quiero dejar mi mirada.

El camino de la integración es un largo y arduo camino en el que recorremos una y otra vez, a manera de un espiral, cada uno de los espacios de nuestra interioridad; y también volvemos a recorrer una y otra vez todos los ámbitos en los que se desarrolla nuestra vida cotidiana, integrando nuestro afuera y nuestro adentro, saliendo y entrando de nosotros mismos sin confundirnos o disociarnos. En este camino es necesario que a cada paso volvamos a escuchar la voz de Jesús que nos invita a seguirlo y guía nuestros pasos.

¿Quién soy yo para ti?

Mt 16, 13-20

¿Y ustedes, quién dicen que soy? Vuelve a resonar en nuestros corazones de caminantes la misma pregunta que Jesús les hizo a sus apóstoles en Cesarea de Filipo.

Ésta es una pregunta decisiva en el proceso de la integración que nos permite seguir avanzando y disponernos a atravesar un nuevo umbral. Es la pregunta crucial que tenemos que responder si queremos identificarnos con Cristo: ¿Quién es Jesús para mí? Y ya no puedo dar respuestas de la boca para afuera o disociadas de mi elección más profunda, desintegradas, ya no más contestar sólo desde lo que pienso o siento, armando frases vacías repetidas de memoria. Tampoco sirve la respuesta de una fe recibida de mis mayores, o del sistema familiar, social o cultural en el que vivo. Necesito contestar de manera personal: ¿Quién es Jesús para mí? En todos los espacios de mi interioridad y mirando el proceso de integración al que están sometidos miro con atención y en todos los ámbitos en los que transcurre mi vida. ¿Quién es Jesús para mí cuando estoy en familia, cuando estoy trabajando, en medio de mi vida social y en mis tiempos de ocio? ¿Quién es Jesús para mí desde el fondo de mi corazón?

Tengo que dar una respuesta desde mi vida, de manera integral. Porque en el fondo esta pregunta trae aparejada otra, en la que se juega el sentido de mi vida: ¿quién soy yo? Y cuando ponemos estas dos preguntas juntas, estamos listos para atravesar este nuevo umbral y comenzar el proceso de identificación desde un nuevo lugar, para poder decir como Pablo: “Ya no soy yo, es Cristo que vive en mi”. Mi verdadera identidad es Cristo, y es Cristo el que resplandece en todos los espacios y ámbitos de mi vida cotidiana

Atravesar el primer umbral del afuera al adentro va despertando la conciencia espiritual, y al recorrer las tres primeras etapas del Camino al Corazón –Decidiéndonos, Despertándonos, Integrándonos – la fe que nos motivaba emerge ahora dentro de nosotros mismos con una intuición más luminosa que nos hace percibir que hay algo más: podemos percibir una hondura que antes no percibíamos, un misterio que nos trasciende.

La experiencia de despojo

Al despertarse la conciencia espiritual se desarrolla la inteligencia espiritual y con ella las preguntas existenciales de siempre buscan nuevas respuestas: ¿quién soy? ¿Cuál es el sentido de mi vida? ¿Qué es lo que busco? ¿Hacia dónde voy? ¿Con quién me quiero identificar? Estas preguntas siempre son provocativas y despiertan anhelos muy profundos: ¡Quiero ser feliz! ¡Quiero estar bien! Intuyo que se puede vivir de otra manera y ¡Quiero aprender!

La inteligencia espiritual nos hace capaces de encontrar las respuestas porque sumergida en estas honduras bebe de la Sabiduría de Dios y nos revela la parte de la realidad que hasta entonces no veíamos. Se desarrollan los sentidos espirituales, la persona adquiere una nueva consistencia en su “ser- sí-misma” y comienza a vivir de otra manera, ve las cosas desde otra perspectiva

Este nuevo umbral aparece como una nueva dimensión a la que somos invitados a traspasar. Algo me atrae y me seduce; me invita a ir por más, soltando lo que tengo para abrirme a lo nuevo.

Es una invitación mística a sumergirnos más en el misterio de Dios y de nosotros mismos. Tengo que despojarme de seguridades y de actitudes muy incorporadas. Es una nueva experiencia que llega con adrenalina y pasión y también con dolor o padecimiento. Por lo general, son experiencias espirituales que se presentan en situaciones muy concretas de la vida, situaciones límites o encrucijadas.

La vida misma nos despoja a través de situaciones que debemos atravesar y en las que debemos dejar algo para poseer otra cosa

La vida nos va despojando de lo que ya no necesitamos para seguir creciendo; el problema es que nosotros pensamos que sí lo seguimos necesitando, por eso la experiencia de despojo. Este despojo, al mismo tiempo que nos duele contribuye a nuestra felicidad  y esta felicidad va a depender de la manera en la que vivamos estos despojos. Podemos resistir y entablar un combate a muerte contra la vida que “me arrebata lo que necesito”, o podemos ponernos de pie y entregarnos a su devenir confiando que nos conduce a una plenitud mayor. Hoy tengo este proyecto, estos bienes  y llega el momento de entregarlos. Hoy tengo esta familia y estos hijos que son pequeños y están a mi lado, y también llega el momento de soltarlos y dejarlos ir. La vida se ocupa de despojarnos para que aprendamos a vivir y para disponernos a otras entregas: la entrega de mi tiempo, de mis afectos, de mis lugares, de mis opiniones, de mis razones y maneras entender la vida; la entrega de lo que me fue arrebatado con violencia o lo que tuve que soltar con dolor… hasta llegar a la entrega de la propia vida. Parece fácil de escribir y leer, pero se hace bien difícil en la experiencia de la vida.

Volvamos a mirar a Pedro y a la comunidad

Pero Jesús quiere mostrarle a Pedro y a la comunidad de sus amigos íntimos que había otra manera de ser feliz, que existían otras razones y otra lógica para comprender la vida.

¿La muerte del Ego?

Mc 8, 34-37

«Entonces Jesús, llamando a la multitud, junto con sus discípulos, les dijo: El que quiera venir detrás de mí, que renuncie a sí mismo, que cargue con su cruz y me siga. Porque el que quiera salvar su vida, la perderá; y el que pierda su vida por mí y por la Buena Noticia, la salvará. ¿De qué le servirá al hombre ganar el mundo entero, si pierde su vida? ¿Y qué podrá dar el hombre a cambio de su vida?”

   Ahora sí que ya no entendían nada más! Este sí que era un lenguaje verdaderamente difícil de entender. Solamente lo podemos entender si nos ponemos en el corazón de Jesucristo. ¿A qué tenemos que renunciar? ¡Es un misterio tan grande, que no podemos entenderlo con nuestra lógica de pensar. Es otra lógica que nos hace situarnos en una paradoja. Entiendo que no entiendo. Y esto es lo que fue aprendiendo esta primera comunidad en torno a Jesús. Entendían que era Jesús quien lo decía y creían en él, pero no entendían nada más. Entendían que no entendían, y fueron aprendiendo a vivir así al lado del Maestro.

Jesucristo dice que tenemos que morir a nosotros mismos y renunciar a todo. Se trata de creer y confiar  y seguir a Jesús. A esta altura del camino se vuelve a probar la fe; si no creemos de verdad que después de la renuncia y la muerte hay una vida nueva, no podremos dar jamás este paso en el seguimiento. Y la fe tiene que estar unida a la esperanza; tengo que creerlo y esperarlo con muchas ganas ya que debo renunciar a algo que conozco y que me gusta. ¿Por qué habría de hacerlo? Sólo anhelar con mucha fuerza la nueva vida que Jesús nos promete hace posible que pueda morir a la lógica de mis razones y a mi manera de concebir la vida.

Estamos llamados a morir para seguir viviendo. Pero, ¿qué es lo que tiene que morir? Una faceta del yo que se fue construyendo para adaptarnos a la vida mientras éramos niños; ahora que somos adultos la vida nos lleva a descubrir lo esencial de nosotros mismos que permanecía oculto detrás de esta construcción que llamamos “nuestro ego

Se habla mucho del ego. En el camino al Corazón miramos con amor este ego, que respondía a un ciclo evolutivo donde necesariamente éramos egocéntricos y todo giraba alrededor nuestro. Era así cuando niños; a medida que vamos creciendo el yo también se va abriendo a todas sus potencialidades. Es la tarea de ir construyendo nuestra identidad, de ser cada vez más nosotros mismos, lo que somos en esencia; pero la construcción el ego hemos hecho se ha fortalecido siendo el centro y acostumbrado a que todo girara en torno a sí mismo, y es lógico que intente por todos los medios seguir ocupando este lugar que ahora nosotros queremos dar a Cristo.

Al ego le gusta ocupar el lugar del centro, sentarse en el trono del Rey, el lugar que corresponde sólo a Dios. Es un movimiento humano, que está tan arraigado en nuestra experiencia, que nos cuesta reconocerlo, pero a medida que nos vamos poniendo de pie y que vamos recorriendo el arduo camino de despertarnos e integrarnos, repetimos lo conocido que es poner a nuestro pequeño yo en el centro de la realidad, como si fuera Dios. A veces lo hacemos de manera tosca y evidente; otras veces, de forma sutil e imperceptible

Cualquiera de los espacios que se arrogue el derecho a ocupar el lugar del centro, se vuelve tirano y déspota, sometiendo a los otros espacios a una especie de esclavitud: lo único que importa es lo que pienso, lo que digo, lo que hago o lo que siento. Endiosar nuestro espacio más desarrollado es un riesgo que está siempre presente, como la idolatría en el pueblo de Israel. Tenemos que recordar una y otra vez: sólo a Dios le rendirás culto, sólo a Él adorarás. Cuando descubrimos entonces que uno de nuestros espacios está ocupando el lugar de Dios, amorosamente lo corremos del centro y lo ponemos otra vez en su lugar… pero no se trata de hacerlo una vez para siempre; hasta que aprendemos, la vida nos va a dar múltiples ocasiones en que nos volvamos a dar cuenta que de nuevo lo hemos puesto en el centro, y lo volvemos a correr… y lo volveremos a hacer una y otra vez, sin enojarnos; sabiendo que este “darnos cuenta” es muy valioso, y que estamos aprendiendo a dejar a Dios en el centro de nuestra vida; y a nada ni nadie más. De a poco vamos a ir reconociendo nuestras propias trampas para dejar lo conocido y vivir como antes, cuando nuestro yo era la única mediación. Ahora estamos decidido que Jesucristo sea nuestra única mediación y sólo Dios ocupe el centro de nuestra vida

Hemos llamado a este capítulo “la muerte del ego”. Porque esa es nuestra experiencia. Estamos dando muerte a un comportamiento muy conocido y la experiencia es de agonía y muerte. Pero la pregunta es: ¿muere nuestro ego? El ego va a estar siempre, lo que va a morir es el mecanismo de defensa por el cual siempre lo hemos puesto delante, para cuidarnos, para defendernos. Y esto es lo que ya no necesitamos más. Ahora sabemos quién nos cuida y defiende. Queremos que sea la vida quien tome la delantera, y no la artillería del ego, tan diestro en hacerlo. No es fácil; es necesario darnos cuenta y desarmarlo, amorosamente y no entablando una nueva guerra.

¿Cuáles son los bienes que pueden estar alejándome de Dios? Si son bienes, ¿Por qué tengo que renunciar a ellos? Mi tiempo, mis afectos, mis talentos, mis razones, mi cuerpo,  todo! Todo lo que me ha sido dado no me pertenece, es para entregarlo. Muchas veces lo que tengo, lo retengo y de esa manera no dejo que fluya la gracia de la entrega que vuelve hacia mí con la abundancia de los dones de Dios.

Toda la vida aprendemos a entregarnos; traspasar este umbral es renunciar a la posesión y al control y aprender a entregar y a entregarme es una verdadera agonía en la que sentimos que muere nuestro “yo”, para dejar que nazca nuestro ser en Cristo. Es un momento de despojo y renuncia, en el que la misma vida nos invita a sacar la mirada de “mí mismo”, des-identificarnos de todas las cosas que nos dan seguridad y entregarnos a Cristo para identificarnos sólo con Él.

La vida misma se encarga de darnos a luz. Y cuando llegue el momento, aunque sintamos miedo, no lo dudemos, no opongamos resistencia. Hagámoslo. Y hagámoslo junto a otros, en comunidad. Porque cuando yo no doy más, veo al otro. Miro su cara trasfigurada, gloriosa y feliz, y me animo. Es contagioso y es en comunidad. Podemos ir juntos para que la vida haga lo que quiera en nosotros y acá estamos para abrazar la vida. 

Da un poco de vértigo, pero vale la pena intentar la experiencia de despojarnos de nuestro yo y poner los pies en la tierra sagrada de nuestro corazón cada vez más despojado.

¡Bendita entrega que nos introduce en un nuevo estadio!

En febrero se realizó el XXVIII GEDEC, encuentro que reunió a 260 personas, donde Inés Ordoñez de Lanús, explicó cada etapa del Camino al Corazón.   Revisa los videos aquí: