Estos audios que te pueden ayudar y guíar en la oración contemplativa de cada día.
¿Cómo nos disponemos para realizar oración contemplativa?
Elegimos un lugar tranquilo. Es conveniente que siempre sea el mismo. Podemos poner la Biblia, una Cruz o una imagen y un cirio que encendemos al comenzar a orar.
La postura de oración:
Es muy importante la forma como disponemos el cuerpo para la oración, ya que el cuerpo también ora. Debe ser una postura saludable, en la que podamos permanecer por veinte minutos en estado de quietud. No necesariamente es cómoda, pero sí es una postura que nos ayuda a entrar en comunión con la trascendencia.
Nos sentamos en una silla o banquito de oración, especialmente diseñado para facilitar una postura orante.
El banquito de oración nos ayuda a adquirir una postura orante y a apoyar equilibradamente el peso del cuerpo en distintos apoyos. Estas son las medidas más comunes, pero puede variar la altura, acomodándose a las características físicas de cada persona.
La espalda erguida; la columna vertebral sostiene el cuerpo; el sacro, que es la última vértebra de la columna, mantiene erguida toda la espalda en su propio peso. Para aquellos que tienen dificultad en mantener derecha la columna, es aconsejable apoyar solamente la región lumbar sobre el respaldo de la silla, mientras el resto de la columna se mantiene algo separado y erguido.
Las nalgas, bien apoyadas sobre la silla o el banquito, de manera que podamos percibir el peso del cuerpo sobre los isquiones.
La cabeza se deja sostener por el cuello.. El mentón paralelo al piso, los ojos cerrados para significar nuestra mirada cerrada al afuera pero abierta al interior; los párpados suavemente cerrados y flojos; los labios apenas entreabiertos; aflojamos la mandíbula y todos los músculos de la cara.
Los hombros caen como perchas, los brazos se apoyan en los muslos y terminan con las manos que se juntan apoyadas una sobre otra. Es conveniente apoyarlas sobre un almohadón para evitar que los hombros se inclinen hacia adelante.
Si estamos sentados en una silla, mantenemos los pies separados a la altura de las caderas y percibimos las plantas de los pies bien apoyadas sobre el suelo o sobre un almohadón. Los muslos apenas se inclinan hacia abajo.
Toda la posición es de descanso y de escucha. Si estamos sentados en un banco de oración, permanecemos con nuestra espalda erguida, descansando en los apoyos de las rodillas, las piernas y los empeines.
Tomamos conciencia de nosotros mismos, de nuestro cuerpo, del lugar que ocupamos y de nuestra interioridad.
Nos disponemos para el encuentro con el Señor.
La señal de la cruz:
Hacemos la señal de la cruz con mucha reverencia tomando conciencia de cada una de las palabras que pronunciamos y del gesto que realizamos: Decimos el nombre de Dios al mismo tiempo que realizamos el signo de la cruz tocando partes de nuestro cuerpo. Generalmente lo hacemos en forma mecánica. Al comenzar a orar queremos salir de esta automatización y “recuperar” el signo. Por eso vamos a hacerlo con mucha unción:
En el nombre del Padre…, Y toco mi frente queriendo que los pensamientos desciendan al corazón.
En el nombre del Hijo…, Y toco sobre mi corazón haciendo un acto de fe en la presencia de Jesucristo en mi interior. Soy templo de Dios; mi corazón es morada de la Santísima Trinidad; soy su sagrario viviente. Allí acontece mi unión con Dios.
En el nombre del Espíritu Santo…, Y toco el nacimiento de mis brazos significando toda mi actividad ahora recogida en este momento de oración.
El Padrenuestro
Cuando comenzamos a orar renovamos nuestra decisión de entregarle nuestro tiempo a Dios dejando que Él sea en nosotros. Rezamos el Padrenuestro significando que nuestra oración se une a la oración de Jesús al Padre y que venimos a “dejar” que el Espíritu Santo ore en nosotros tal como Él nos enseñó.
Inmediatamente después iniciamos el camino del recogimiento.
El camino del recogimiento:
Tomo conciencia del lugar en el que estoy y donde estoy sentado. Junto las manos y me acomodo en la postura adecuada para orar. Este primer momento me trae a mí mismo: Soy yo, y estoy aquí para orar…
Tomo conciencia de con quiénes estoy; aunque estamos en silencio, cuando oramos con otros, experimentamos la fuerza de la oración en común. Podemos darnos tiempo para mirarnos en silencio entre todos los que estamos y, así en silencio, recibirnos amorosamente.
Tomo conciencia de mi cuerpo; brevemente recorro las diferentes partes dándome cuenta de cómo estoy y permitiéndome estar así como estoy. Puedo estar dolorido o cansado. Comienzo la oración así como estoy, sin tratar de hacer un esfuerzo por estar de otra manera. Si la molestia me distrae, sencillamente vuelvo otra vez a la presencia.
También tomo conciencia de mi estado anímico. Tal como observé mis sensaciones corporales, tomo conciencia de cómo me siento dentro de mí. Los sentimientos, así como los pensamientos y las imágenes que se suceden, pueden estar mientras oro. En la oración contemplativa todo puede estar así como está, el aprendizaje consiste en permanecer atento; no pienso los pensamientos, no entro en las imágenes, no exploro los sentimientos. No vuelvo a mí mismo, aprendo a permanecer con la mirada de fe sólo puesta en el Señor.
Renuevo la decisión de estar con el Señor. Me voy aquietando y silenciando para permanecer “sentado” y abierto a la presencia de Dios. Y así me quedo. En el tiempo de la oración, mi oración se une a la de Jesucristo. Puedo repetir en silencio, y casi sin pronunciar palabras, el Nombre de Jesús, al ritmo de mi respiración. No recojo la información de mis sentidos corporales o de la actividad de la mente; simplemente mantengo fija la mirada en lo que no veo, no escucho, no siento, pero creo que está: Dios mismo. Y esta “atención continua” me va disponiendo al don de la contemplación.
Y así transcurre el tiempo de la oración, atento a su presencia, repitiendo sólo el nombre de Jesús.
Las distracciones se suceden una y otra vez; son como el fluir de las olas del mar. Forman parte del “contenido” de mi oración. El volver una y otra vez de las distracciones a la percepción atenta, se parece a la tarea de un labrador a quien le han encomendado cavar un gran hondón con una pequeña pala. Cada ida y vuelta es mi pequeña pala que va cavando el hondón. No pongo mi mirada en la tierra que saco; no atiendo al montón que se va acumulando al costado; mantengo fascinado la mirada en el hondón.
Alguien más está cavando también desde adentro. No importa cuánto tarde. Es mi pala…, es mi tierra…, es mi hondón…, que progresivamente, y gracias al mismo “va y viene” se va cavando.
Este movimiento no es ajeno a la oración, forma parte de su contenido. Por eso no tengo que luchar contra las distracciones; tampoco tengo que pensar que “hago mal” la oración porque ellas están. Esa es mi oración. Sólo tengo que permanecer y esperar; el hondón es cada vez más profundo, y cada vez más me atraerá hacia sus profundidades. Cada vez que me distraigo, vuelvo y renuevo mi decisión de estar allí, con Jesús, en su Presencia.
El permanecer así, atentos y receptivos a todo, va abriendo paso a la Realidad que está más allá de nosotros mismos. Es una Realidad que nos habita y nos trasciende a la vez. Pero que es y está. Y la oración nos hace dispuestos y disponibles a recibirla.
Y me quedo así por veinte minutos, con los ojos cerrados, despierto a mí mismo y despierto a Dios. Al terminar el tiempo de la contemplación, rezo el Avemaría y vuelvo a hacer la señal de la cruz.
Extraído del libro «Señor, enséñanos a Orar». Inés Ordoñez de Lanús, 2009. Ed. Camino al Corazón.