Hoy celebramos la fiesta de la Visitación, un gran día para nuestra comunidad, para nuestros grupos de oración Magnificat…un gran día para decidirnos por la oración contemplativa.
La Anunciación fue la gran irrupción de Dios en la vida de María. Una experiencia mística en la que María del Silencio, la Escucha y la Acogida se abrió a recibir todo el misterio de Dios, y dijo «que sea en mi tu voluntad». Y después no se quedó dando vueltas y vueltas a la experiencia, sino que salió a servir…¡a visitar a su prima Isabel, que la necesitaba!
La experiencia mística no nos saca del mundo. Por el contrario, nos mete más de lleno en el mundo, aunque la experiencia nos tenga encandilados. Una señal de discernimiento para confirmar la experiencia mística, es que no nos quita de la vida. Otra señal que nos ayuda a discernir la experiencia son las personas o los acontecimientos que la confirman, como Isabel.
Quedamos suspendidos en la experiencia sin entender ni comprender. No es confusión. No estamos confundidos. Conociendo… pero sin entender. Hay un conocer que nos hace penetrar en el misterio, pero no hay una comprensión. Yo entiendo que esto que pasó es de Dios, pero es un entender sin entender. ¿Qué es lo que entiendo? Que es de Dios. ¿Qué es lo que no entiendo? Que no comprendo, no lo puedo razonar, no tiene los parámetros de mi lógica. Hay una racionalidad, que es Dios, razón pura, pero que mi razón no alcanza a comprender… Y así puedo seguir viviendo.
María, cuando estaba en este estado, fue al encuentro de Isabel, que es quien reconoce lo que le pasó: la Madre de mi Señor me viene a visitar… ¡Feliz por haber creído! Y María prorrumpe en un canto jubiloso:
«Mi alma canta la grandeza del Señor, y mi espíritu se estremece de gozo en Dios, mi salvador,
porque Él miró con bondad la pequeñez de tu servidora. En adelante todas las generaciones me llamarán feliz,
porque el Todopoderoso he hecho en mí grandes cosas: ¡su Nombre es santo!
Su misericordia se extiende de generación en generación sobre aquellos que lo temen.
Desplegó la fuerza de su brazo, dispersó a los soberbios de corazón.
Derribó a los poderosos de su trono y elevó a los humildes.
Colmó de bienes a los hambrientos y despidió a los ricos con las manos vacías.
Socorrió a Israel, su servidor, acordándose de su misericordia,
como lo había prometido a nuestros padres, en favor de Abraham
y de su descendencia para siempre» (Lc 1, 46-52).
¡Cuánta belleza en este canto de alabanza! Son palabras y frases que deben haber quedado grabadas en la memoria de María para siempre. En este canto, María expresa con mucha lucidez la historia de su pueblo, a la luz de su propia historia, de lo que a ella le pasó. Puede hablar de sí misma en la historia, des-identificándose de ella: no es por lo que ella hizo, es por la bondad del Señor en ella, y en ella están todas las generaciones. Ella dijo el sí de todas las generaciones. Todas las generaciones van a tener sus ojos en ella, porque su sí es nuestro sí.
Después del Magníficat, María se quedó con Isabel durante tres meses, ocupadas en cosas de mujeres: el parto, el amamantamiento, las tareas cotidianas de la maternidad.
Su vida siguió transcurriendo en carriles de normalidad. El evangelio repite una frase que María debió haberles contado varias veces a la primera comunidad: “María no comprendía, y guardaba las cosas en su corazón” (cf. Lc 2,19). María se preguntaba: ¿cómo puede ser esto? ¿Cómo pasa esto? ¿Cómo nos haces esto? No es que esta lucidez la convirtió en una super mujer que lo sabía todo. Ella fue creciendo en la comprensión del misterio que vivía, entendiendo en medio de la oscuridad, pero sin nunca dudar un instante que su Hijo era el Mesías concebido en su vientre por el Espíritu Santo.
¡Es tan maravilloso contemplarte María! ¡Cómo pudiste vivir el misterio en medio de una vida tan normal! Los misterios de tu vida fueron acontecimientos cotidianos: diste a luz como todas las mujeres, fueron a visitarte unos pastores que se enteraron, después unos viajeros de Oriente; hiciste circuncidar a tu hijo, como a todo varón judío; lo llevaron al Templo para presentarlo ofreciendo dos palomas… El Templo estaba lleno de gente que esperaba al Mesías; el Mesías estaba entrando y nadie se daba cuenta; solo dos personas que aparecieron de la nada profetizando cosas inentendibles sobre el niño que llevabas en tus brazos. Y después situaciones inesperadas e incomprensibles que te hicieron huir como exiliada a Egipto porque querían matar a este hijo tuyo que era Mesías, y tuvieron que escapar en la mitad de la noche. Siempre acompañada por José, a quien se le hacían anuncios extraordinarios que tenían que ver con la misión que se te había encomendado. Muchas veces en estas misiones que el Señor nos confía, no todo depende de nosotros. El Señor va poniendo personas que confirman y ayudan en la misión. Pero la misión de ser la madre de Dios, fue de María.
El Mesías anunciado y esperado crecía en una casa humilde de Nazaret, en de un pueblito de no más de trescientas familias. Una familia más. Una vida normal. Lo extraordinario en lo ordinario. Esto simultáneo que parece opuesto: Todo y Nada; todo Dios presente en un niñito como cualquier otro del pueblo; toda la historia de Israel jugando en las calles polvorientas de Nazaret… ¿María se acordaría todo el tiempo? ¿Tendría todo el tiempo presente el misterio que vivía? Nadie puede estar todo el tiempo acordándose, porque la mente va y viene. Pero el misterio era una presencia continua, lo tenía en su casa: un chico común y silvestre, que se portaba como todos los chicos y respetaba las mismas reglas del crecimiento evolutivo. María lo abrazaba, le enseñaba, lo retaba y lo mandaba de aquí para allá, como hacemos todas las mamás. En Nazaret todos se conocían, era un pueblo de unas pocas manzanas con un único pozo de agua. Todos se encontraban en el pozo y nadie notaba nada extraordinario: Jesús era un chico normal. Porque lo místico puede ser vivido en la sencillez de una vida ordinaria. No tenemos que ser muy diferentes para asemejarnos a Jesucristo, tenemos que ser normales. La experiencia mística no nos hace anormales… ¡Normales! Nadie se da cuenta. Hacían las cosas que todos hacían: subían una vez al año a Jerusalén, rezaban todas las noches los salmos, celebraban las fiestas litúrgicas, trabajaban en la carpintería, amasaban el pan, barrían la casa y la vereda… En simultáneo a lo cotidiano, María y José sabían que este hijo era el Mesías; rezaban en la sinagoga con todo el pueblo diciendo: “Señor, ven pronto a salvarnos, envíanos al Mesías…” y el Mesías estaba en casa. María se preguntaba: ¿qué tengo que hacer yo? ¿Les tengo que avisar que acá está el Mesías? ¿Les tengo que decir algo? María fue comprendiendo a lo largo de toda su vida, aquello que ella misma dijo en la Anunciación: “Que sea en mi tu voluntad”, y dejar que Dios fuera haciendo su voluntad en su vida y a través de su vida. Y Jesús, que iba creciendo en su casa, aprendía junto a su madre a dejar que sea la voluntad de Dios.
En las bodas de Caná, finalmente María nos dice algo de su misterio: “hagan lo que Jesús les diga” (cf. Jn 2, 5). Toda una revelación que da inicio a la vida pública de Jesús, que parece estar esperando a que María estuviera lista y preparada para iniciarla. Es como si Jesús hubiera estado esperando todo el tiempo que María necesitaba para poder él anunciar y proclamar al Padre. Porque la misión de María era sustentarlo, acompañarlo.
El Señor nos da todo el tiempo que necesitamos para que caigamos en la cuenta de nuestra misión. No sirven las ansiedades y los apuros… Tenemos todo el tiempo y la vida nos va enseñando cuál es el momento adecuado para cada cosa. La vida se va resignificando a medida que pasan los años, y vamos de plenitud en plenitud, comprendiendo la experiencia del misterio de Dios en nuestra vida. A cada paso podemos decir: ¡Ah!… era por esto. Aparecen cosas nuevas que nos deslumbran… Tantas veces estuvimos deslumbrados… Pero cada vez es más. Y siempre es más. Siempre es nuevo. Pero honrando siempre aquella experiencia que dio inicio a nuestra misión: como en el sí del principio en Nazaret.
Todos estamos llamados a vivir una experiencia mística en nuestra vida cotidiana, a dejar que sea la voluntad de Dios en nosotros y a través de nosotros; como María, como Jesús. Tomar nuestra cruz, abrazar nuestra vida; beber el cáliz, hacernos pan para los demás; amar con todo el corazón, dejar que nuestro corazón sea traspasado por la lanza del amor de Dios que atraviesa nuestra vida. Es a través: a través de lo que estamos viviendo hoy todo el día; a través de toda la historia, a través de las personas… aquí está lo extraordinario: el misterio de Dios se hace presente en lo ordinario, atravesando lo cotidiano. La felicidad y la plenitud nos vienen de Dios a través de la vida. Y este “a través” pueden ser cosas gozosas o dolorosas, pero me tengo que dejar atravesar. Dios mismo se hace travesía, Camino, Verdad y Vida. Necesita nuestro sí, nuestro consentimiento, para que a través de nosotros sea su voluntad. ¿Cuál es su voluntad? Que seamos felices, plenamente felices… que vivamos unidos a Él que es la fuente de nuestra felicidad. Entonces podemos esperar confiados.
31 de mayo 2017.